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SISTEMA PENAL. Cinco muertos, decenas de heridos y cerca de 1.500 fugas en seis años en Cali demuestran que el sistema no funciona.

Autor: Cortesía El País - Cali
En abril los menores retenidos protagonizaron cuatro motines en los centros de reclusión de la capital del Valle del Cauca. El saldo de los disturbios fue trágico: tres adolescentes muertos, una decena heridos y 68 fugados.
El manejo de los centros de rehabilitación para jóvenes delincuentes se
está convirtiendo en una bomba de tiempo que ya empieza a mostrar la magnitud de
lo que serán sus estragos. Cinco muertos, decenas de heridos y más 1.500 fugas
en seis años es el penoso saldo que dejan los dos establecimientos, donde cumplen sus condenas 653 menores que cometieron
toda clase de crímenes en el Valle del Cauca.
Lo más preocupante es que los líos que se presentan en Cali son una
radiografía de lo que ocurre en la mayoría de los 22 centros donde se
rehabilitan 2.500 menores en todo el país. El tema tiene boquetes legales y
tanto la Ley de Seguridad Ciudadana como el propio Código del Menor causaron
esos vacíos. “Parecen normas hechas para angelitos, cuando en realidad están
manejando criminales”, explicó Élmer Montaña, exfiscal y experto en temas de
delincuencia juvenil.
Las cifras le dan la razón. De 4.000 adolescentes que atendía el sistema
penal en 2007, pasaron a 29.000 en 2012. A la mayoría de estos infractores les
han sido imputados delitos como homicidios, secuestros, tráfico de
estupefacientes y hurtos. Así, a la permanente crisis penitenciaria de adultos
que vive el país se le suma el estado del sistema de reclusión de
menores.
En la capital del Valle existen dos centros con capacidad para atender a
680 de esos jóvenes delincuentes (Valle de Lili y el Buen Pastor). Pese a las
condiciones especiales de reclusión, en abril protagonizaron cuatro motines
donde murieron tres adolescentes, una decena quedaron heridos y 68 se fugaron;
la Policía recapturó a más de la mitad. La rebelión se originó porque
endurecieron los controles para evitar el tráfico interno de drogas y
armas.
El primer motín ocurrió el 16 de abril en el Buen Pastor; para evadirse
iniciaron un incendio que mató a dos de los menores internos. El jueves 25
intimidaron a uno de los educadores, le quitaron las llaves, abrieron las celdas
y huyeron; minutos después fueron aprehendidos. El pasado 28 de abril se repitió
la fuga, pero en el centro Valle de Lili; lograron escapar 55 adolescentes y en
medio de la huida uno de ellos recibió un tiro en la cabeza; aún se investiga
quién lo mató.
Y el lunes 29 de abril mientras varios representantes de las autoridades
locales realizaban una reunión para solucionar las fugas, tres menores se
evadieron. También fueron recapturados. Sumado a lo anterior, en menos de un año
dos jóvenes se suicidaron; uno se ahorcó con las sábanas de su cama y el otro se
intoxicó mezclando una gaseosa con tíner.
Más absurdo es que pese a todas esas irregularidades, dichos centros
continúan manejados por los mismos operadores a quienes el ICBF les paga
1.200.000 mensuales por cada menor atendido, pese a que los problemas son los
mismos que se evidencian desde hace seis años cuando se les entregó la
concesión. Los beneficiarios de semejante trato son la comunidad de sacerdotes
Terciarios Capuchinos y la fundación Crecer en Familia, que arrancó en
2011.
El tema de las fugas es tan común en esas instituciones, que el propio
director regional del ICBF, Jhon Arley Murillo, le dijo a esta revista que “en
2008 ocurrieron como 548 evasiones y en 2012 no pasamos de 35”.
Una de las grandes críticas que se le hace al sistema penal de los
adolescentes es que la seguridad y el control de esos centros recae en los
educadores; a ello se suma que la infraestructura no es la adecuada. La misma
norma dice que la Policía no puede permanecer dentro de esos establecimientos.
De ahí que los menores se amotinen, se escapen y continúen sus carreras
delincuenciales dentro de esas instalaciones.
Además, la reciente Ley de Seguridad Ciudadana dispuso que aunque el menor
haya cumplido la mayoría de edad mientras cumple la condena, debe terminarla en
esos sitios. Este punto ha sido el nuevo dolor de cabeza, ya que los
delincuentes adultos están reclutando a los más pequeños y manejan a su antojo
esos centros de reclusión.
El propio director del Inpec, general Gustavo Ricaurte, se mostró
sorprendido con esa medida y manifestó estar de acuerdo con trasladar esos
delincuentes a cárceles para adultos. El problema es que por más absurdo que
parezca, nada se puede cambiar de un brochazo y el tema debe pasar por el
Congreso. El defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, manifestó que liderará
una cruzada para revisar el Código del Menor. “Consideramos necesario reformar
la legislación a efecto de que se permita reforzar las medidas de seguridad”,
dijo.
Mientras estas llegan, el cordón umbilical entre los menores delincuentes y
las bandas criminales seguirá intacto. No hay nada más rentable para una oficina
de sicarios que contratar los servicios de muchachos que aprendieron a burlar la
ley y pagar penas flexibles en verdaderos centros de recreo. La raíz del
problema está en qué tipo de rehabilitación se quiere para los jóvenes
infractores, en especial para los que cometieron delitos graves: una más cercana
a una cárcel tradicional u otra, más liviana, dirigida por pedagogos. Por ahora
esta última es el modelo y la falta de control salta a la
vista.